Gratitud por Jesús



“Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro” (Romanos 7:25).

 No… no es fácil decir estas palabras con total sinceridad.
 Las cantamos muchos domingos en nuestras congregaciones, las escuchamos en canciones en nuestras casas, afirmamos creerlas… pero… de verdad… ¿brotan de nuestros corazones como acción de gracias al cielo?
 ¿El sólo hecho de pensar en Jesús ilumina nuestra alma con gratitud?
 Si las cosas salen durante el día como nosotros queremos, podemos llegar a sentir gratitud. Ante un aumento de sueldo en el trabajo, un hijo que alcanza algún tipo de éxito en lo que emprendió, o si recibimos eso que tanto anhelábamos, puede que en nuestra boca se oigan alabanzas y gratitud...

 Pero… ¿gratitud por Jesús?...
 ¿De forma sincera, genuina, real?
 Cómo nos relacionamos con todo lo expresado anteriormente por Pablo define cómo nos relacionamos con estas últimas palabras.
 El relata como el creyente, si bien en su relación eterna con Dios, fue “justificado” (Romanos 5:1) y ya no le espera "condenación" alguna (Romanos 8:1), en su proceso de santificación sigue batallando con el pecado.
 Pablo habla a este respecto de sí mismo: “no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago” (7:15); “y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago” (7:18,19).

 Aquí él NO se refiere a que practique el pecado (1 Juan 3:8,9). Se refiere, mas bien, al conflicto del creyente entre el “hombre interior” (7:22 [su nueva naturaleza]) y la “carne” (7:25 [su vieja naturaleza que aún continúa]).

Hay dos naturalezas opuestas en el creyente que luchan entre sí (Gálatas 5:17), y ha descrito con humildad específicamente aquella que aún lo avergüenza: su “carne".
 Pablo, abriendo de par en par su corazón, relata este combate con toda intensidad. Y concluye con algunas de las palabras más dramáticas que le podemos leer: “¡Miserable de mí!” (7:24).

¿Y YO?
 Una buena pregunta para hacerse es: ¿Cómo me relaciono con estas palabras?
 ¿Son mi clamor? ¿Son mi llanto? ¿Reflejan mi percepción de mí mismo?
 Claro, los que hemos escuchado muchas predicaciones donde se pondera la humildad y el quebrantamiento ante Dios, todos, o al menos casi todos, diremos: “sí, ese soy yo”.
 Pero… ¿de verdad es nuestra opinión nosotros mismos?
 Ante alguien que nos corrige, ¿nos humillamos sabiendo que si se habla mal de nosotros, aún no se habla todo lo malo que se podría al conocernos más?
 ¿Nos encanta hablar de nosotros mismos?

 Sin duda, la percepción genuina que tengamos de nosotros determinará cuanto nuestro corazón suspira “Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro” (7:25).
 Dicho de otro modo: Si no hay “¡miserable de mí!”, nunca, ni por error, habrá “gracias doy a Dios, por Jesucristo” amando lo que se dice.

MISERABLE
 Esa expresión, “¡miserable de mí!”, es la que influenció a John Newton en aquel glorioso himno “Sublime Gracia”.
 Ese hombre pecador, ex traficante de humanos, exclamó en inglés:
“Sublime gracia, cuán dulce el sonido, que salvó a un miserable como yo”

 Cuanto más sinceros somos con nosotros mismos y con los que nos rodean acerca de nuestra necesidad constante de gracia, más aquella gratitud pulveriza nuestros corazones y brota:
“Gracias Padre por tu Hijo.
EL vino a este mundo por mí. EL murió por mí. EL me salvó de mí mismo. Y EL, un día cual espero más que ‘los centinelas a la mañana' (Salmo 130:6), me librará por completo de este 'cuerpo de muerte’ (7:24) y de este mundo corrompido.
Jesús: mi tesoro inigualable e indecible".


Luis Rodas


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