“Al ver la fe de ellos, le dijo: Hombre, tus pecados te son perdonados” (Lucas 5:20).
Tenía 21 años y mi curiosidad me llevó a la casa de alguien que me hablaría de forma clara por primera vez de Jesús.
Mi vida no tenía el menor sentido, y ya con esa edad no me era muy difícil darme cuenta. Por lo que, sorprendentemente, algo en mi corazón entendió que esta era mi oportunidad de vivir para algo. Este era ese algo más que había estado anhelando. Y fue como pasar de la noche más oscura y tormentosa al más hermoso mediodía de sol en un segundo.
Ahora me encontraba corriendo hacia Dios lleno de ansias: quería conocer más y más el por qué vivir.
Pero, unos meses después, jamás pensé que en esta carrera iba a encontrar un tesoro semejante. Una tarde que ni con el mayor esfuerzo podría olvidar, encontré lo que no sabía era absolutamente decisivo: el perdón. El lugar donde por el resto de mi vida enterraría mis culpas.
De pronto, como un rayo de luz gigantesco, repetía casi como loco: “Soy malo, soy malo, soy malo. En mí hay maldad, pecado, error, soy malo. Soy un fracaso. Pero ya no se trata de mí, se trata de Jesús. Se trata de Jesús. El pagó por mí. El es mi Salvador. Hablemos de Jesús”.
Yo, por la gracia de Dios, corrí a EL por un por qué vivir. Ahora, como quien compra un campo y luego encuentra un inconmensurable tesoro dentro, encontré el fin de la culpa: Jesús y Su obra de una vez y para siempre por mí.
¡Ahhh!... ¡cómo explicar la diferencia que hizo eso por mí y sigue haciendo cada día!
Algo similar le sucede a este “hombre que estaba paralítico” reflejado en este pasaje de Lucas (Lucas 5:18).
El es llevado ante Jesús para ser sanado de su incapacidad de caminar. Pero Jesús, al verle, sentencia: “Hombre, tus pecados te son perdonados” (Lucas 5:20).
¿Sabes lo que significa encontrar este lugar de eficacia absoluta para enterrar por el resto de tu vida cada una de tus culpas?
Luis Rodas
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